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Cátedra Alfonso Reyes
Humanista mexicano

HUMANISTAS MEXICANOS

 

HUMANISTAS MEXICANOS


ATENÓGENES SILVA Y ÁLVAREZ TOSTADO
Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua

Generación 1855
 



A
tenógenes Silva y Álvarez Tostado. Cuando hay escritor, éste, sin género de duda, dice algo y, al decirlo, nos atrae, interesa, seduce y, cuando verdaderamente es grande escritor, nos mantiene pendientes de su palabra y nos subyuga, reduciéndonos a la admiración y al agradecimiento. Que haya bella literatura, lustre de las ideas y conocimiento del lenguaje, claridad y precisión, por tanto, del que habla o escribe, es, ha sido de todo tiempo, la riqueza de las naciones, el acervo de la cultura y los modos y maneras de saber lo que somos y de encontrarnos a nosotros mismos. En la bella literatura tenemos ejemplos, enseñanzas, adquisiciones permanentes, una solícita invitación a hacer el bien, doctrinas probadas y reflexión valedera.
Se ha hablado mucho de la diferencia que hay entre el fondo y la forma, entre el contenido de las frases y las palabras que las constituyen. Ciertamente que hay casos palpables, y en esta época multiplicados, de vaciedades literarias, las cuales vaciedades carecen, las más veces, de la música verbal que sería, como quieren que sea, una elegante forma. Pero, cuando hay escritor, el fondo y la forma se penetran y corresponden, se confunden e identifican. El verdadero escritor usa la palabra adecuada, razón por la cual siempre nos dice algo con contundente armonía.
Don Atenógenes Silva se educó, por los años sesentas del siglo pasado, en el Seminario de Guadalajara. Allí mismo fue maestro de latinidad, de literatura y de filosofía. Por sus latines fue humanista; por el contacto con los escritores de las literaturas modernas, un hombre de buen gusto y, por el comercio con los pensadores de todos los tiempos, un crítico de seso. Y hay que dejar constancia de la valía intelectual de esta provinciana casa de estudios. El señor Silva tuvo competentes maestros y esto, más su curiosidad intelectual, despertada por ellos, pero briosamente alimentada por su asiduidad de él, lo hicieron escritor, por mejor decir las cosas, orador que tenía que decir algo, bien dicho, por otra parte.
Su actividad fue clerical. Y si esta palabra es tomada ahora con cierto desdén a causa del equívoco con que se usa, no por esto se le despojará de su sentido recto. El clérigo aprende y entiende, piensa, reflexiona, estudia, medita, hace comparaciones, juzga y va a lo suyo, esto es, a dar a conocer la verdad de la ciencia, de la belleza, del arte de la buena conducta, y, sobre todo, la verdad de la revelación y de la vida, pasión y muerte del divino Redentor. Para el clérigo, como para el cristiano, no hay dos verdades, la profana, la laica, podría decirse, y la de Dios. Sólo hay una verdad. Y si para el creyente existen dos órdenes, el natural y el de la gracia, éste último, el de la gracia, que es el de la Redención, sin desconocer ni menos negar al primero, lo asume, lo completa y lo perfecciona.
El señor Silva engrandecido por sus estudios y movido por su misión, atento a las necesidades espirituales de su época y de su pueblo, se valió de su palabra, no precisamente para hacer bella literatura, sino para interesar y persuadir y, en resolución, para llegar a la verdad. En escuelas de primeras letras, en círculos literarios, en agrupaciones obreras, en asociaciones religiosas, desplegó él su generosa actividad. Fue cura párroco de Zapotlán el Grande por los años 80 del siglo pasado y su recuerdo perdura en esta ciudad, gracias a sus fundaciones sociales de utilidad, tanto material, como espiritual. Canónigo en el Cabildo de Guadalajara, con una diligencia, de atinada eficacia, se dedicó a un apostolado que, visto ahora, justamente podríamos llamar moderno, tanto fue su interés por los niños, los jóvenes y los obreros y campesinos. Y por lo que respecta a la bella literatura, a esa unidad suya de fondo tradicional, en realidad de la doctrina de la verdad, corroborada e ilustrada, aun en sus deficiencias, por los pensadores de la antigüedad clásica, y de forma elegante, adquirida ésta en la disciplina del buen gusto, es de justicia hacer ver que le mereció ser uno de los primeros Correspondientes de la Academia Mexicana en Jalisco. Fue árcade de Roma con el nombre de Ereno Zinapeo. Montes de Oca, obispo de San Luis Potosí, era Ipandro Acaico; Pagaza, obispo de Veracruz, Clearco Meonio y el Padre Escobedo, Tamiro Miceneo, todos tres hombres de Iglesia y miembros de esta Academia.
Obispo de Colima de 1892 a 1900 y arzobispo de Michoacán de 1900 a 1911, tuvo empeños sostenidos en fundar escuelas, en dotarlas de bibliotecas, laboratorios, observatorios y competentes maestros. Y volvemos a su modernidad, a su concepción, vieja en la Iglesia, pero obscurecida por malas interpretaciones y, por qué no decirlo, por cierta mojigatería de los católicos, de que no hay que tenerle el menor temor a la verdad científica. Del ahincado deseo de conocer, tan natural en el hombre, y de las luces de estos tiempos, que a todos nos ponen en la repetida ocasión de usar de los inventos, él, el señor Silva, fue, justamente como autoridad religiosa, su propagador. Los jóvenes seminaristas y los jóvenes alumnos de los institutos literarios por él fundados, tenían que estar al día, que ser hombres de su tiempo, que estar familiarizados con las técnias a fin de responder a todas las cuestiones de la época industrial. El racionalismo, por una parte, el naturalismo, por otra, habían empañado la faz del hombre. La razón, para él, como para muchos, los más de nosotros, no puede estar contra la razón, para él, como para muchos, los más de nosotros, no puede estar contra la razón y la naturaleza humana no puede negarse a sí misma. De lo que se trata con el racionalismo y con el naturalismo es de desterrar a Dios. Y la única manera de tener presente la verdad y de alimentarnos con ella es la de obrar racionalmente y, por el mismo caso, de acuerdo con nuestro propio ser. Pero la modernidad del señor Silva tuvo otro aspecto, el de los derecho de la clase obrera y, entre otras cosas de justicia social para los sin trabajo, los cuales, además de atención médica y hospitalaria, recibían un salario.
Al hablar él de estas cosas, empleaba la palabra precisa y en ella podía advertirse la bella unidad de fondo y forma, esto es un valor literario.
Jesús Guisa y Azevedo
Semblanzas de Académicos. Ediciones del Centenario de la Academia Mexicana. México, 1975, 313 pp.

 

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Agradecemos el apoyo para la realización de este proyecto de:


FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS. UNAM

 


GOBIERNO DEL ESTADO LIBRE Y SOBERANO DE MORELOS





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