Gabino Barreda
(1820 – 20 de marzo de 1881) fue un
médico, filósofo y político
mexicano.Nacido en la ciudad de Puebla, se
trasladó a la ciudad de México
para estudiar jurisprudencia en el antiguo
Colegio de San Ildefonso.
Su inclinación hacia las ciencias naturales
lo hizo interrumpir la carrera de derecho
para iniciar estudios de química en
el Colegio de Minería y en 1843 ingresar
a la Escuela Nacional de Medicina.
Durante la intervención estadounidense
en 1846 participó en la defensa del
territorio mexicano y fue hecho prisionero
en la batalla del Molino del Rey. En 1847
al terminar la guerra, se trasladó
a París para continuar sus estudios
de medicina. Fue allá donde Pedro Contreras
Elizalde, lo interesó en los cursos
que impartía Augusto Comte, cuya influencia
por el positivismo fue decisiva para Barreda.
De regreso a México, en 1853 trajo
consigo los seis tomos del Cours de Philosophie
Positive de Comte. Obtuvo el título
de médico y posteriormente impartió
las cátedra de Filosofía Médica
en la Escuela Nacional de Medicina y más
tarde la de Historia Natural y la de Patología
General al crearse en la Facultad de México
dicha asignatura.
Durante el segundo imperio en 1863 se trasladó
a Guanajuato, donde viviría hasta 1867.
Al regresar del norte, Don Benito Juárez,
ya triunfante nombró secretario de
Justicia e Instrucción Pública
a Antonio Martínez de Castro, quien
confió a Francisco Díaz Covarrubias
la reforma de los estudios.
El 1 de febrero de 1868, al fundarse la Escuela
Nacional Preparatoria, Barreda fue nombrado
director general, donde con el lema, "Amor,
Orden y Progreso", implementó
el sistema positivista en su plan de estudios
e impartió la cátedra de lógica;
continuó impartiendo la cátedra
de Patología General en la Escuela
de Medicina y participó activamente
en la política mexicana. Con su frase,
"La educación intelectual es el
principal objetivo de los estudios preparatorios",
adopta como suyo el lema positivista: "Saber
para prever, prever para obrar". En 1878
se retiró de la dirección general,
dejando una institución estable y fuerte.
En el congreso mexicano, fue presidente de
la comisión de instrucción pública
de la Cámara de Diputados. Fundo la
Sociedad Metodófila, a través
de la cual introdujo en México el positivismo
que se convirtió en doctrina oficial
no sólo de la educación sino
del Estado. Sus ideas inspiraron a sus seguidores
a formar el Partido Científico. En
1878, el gobierno del presidente, Porfirio
Díaz lo nombró embajador en
Alemania.
En 1881, poco tiempo después de regresar
a México, falleció en su domicilio
en Tacubaya, Distrito Federal.
Obras
De la educación moral (1863)
Oración cívica (1867)
Opósculos, discusiones y discursos
(1877) |
Oración
cívica
Gabino Barreda
Dans les douloureuses collisions nous prépare
nécessairement l'anarchie actuelle, les
philosophes
qui les auront prévues, seront déjà
préparés à y
faire convenablement ressortir les grandes leçons
sociales qu'elles doivent offrir à tous.
A. Comte, Cours de Philosophie Positive. T. VI.
622.
Conciudadanos:
En presencia de la crisis revolucionaria que sacude
al país entero desde la memorable proclamación
del 16 de septiembre de 1810; a la vista de la
inmensa conflagración producida por una
chispa, al parecer insignificante, lanzada por
un anciano sexagenario en el obscuro pueblo de
Dolores; al considerar que después de haberse
conseguido el que parecía fin único
de ese fuego de renovación que cundió
por todas partes, quiero decir, la separación
de México de la Metrópoli Española,
el incendio ha consumido todavía dos generaciones
enteras y aún humea después de cincuenta
y siete años, un deber sagrado y apremiante
surge para todo aquel que no vea en la historia
un conjunto de hechos incoherentes y estrambóticos,
propios sólo para preocupar a los novelistas
y a los curiosos; una necesidad se hace sentir
por todas partes, para todos aquellos que no quieren,
que no pueden dejar la historia entregada al capricho
de influencias providenciales, ni al azar de fortuitos
accidentes, sino que trabajan por ver en ella
una ciencia, más difícil sin duda,
pero sujeta, como las demás, a leyes que
la dominan y que hacen posible la previsión
de los hechos por venir, y la explicación
de los que ya han pasado. Este deber y esta necesidad,
es la de hallar el hilo que pueda servirnos de
guía y permitirnos recorrer, sin peligro
de extraviarnos, este intricado dédalo
de luchas y de resistencias, de avances y de retrogradaciones,
que se han sucedido sin tregua en este terrible
pero fecundo período de nuestra vida nacional:
es la de presentar esta serie de hechos, al parecer
extraños y excepcionales, como un conjunto
compacto y homogéneo, como el desarrollo
necesario y fatal de un programa latente, si puedo
expresarme así, que nadie había
formulado con precisión pero que el buen
sentido popular había sabido adivinar con
su perspicacia y natural empirismo; es la de hacer
ver que durante todo el tiempo en que parecía
que navegábamos sin brújula y sin
norte, el partido progresista, al través
de mil escollos y de inmensas y obstinadas resistencias,
ha caminado siempre en buen rumbo, hasta lograr
después de la más dolorosa y la
más fecunda de nuestras luchas, el grandioso
resultado que hoy palpamos, admirados y sorprendidos
casi de nuestra propia obra: es, en fin, la de
sacar, conforme al consejo de Comte, las grandes
lecciones sociales que deben ofrecer a todos esas
dolorosas colisiones que la anarquía, que
reina actualmente en los espíritus y en
las ideas, provoca por todas partes, y que no
puede cesar hasta que una doctrina verdaderamente
universal reúna todas las inteligencias
en una síntesis común.
El orador a quien se ha impuesto el honroso deber
de dirigiros la palabra en esta solemne ocasión,
siente, como el que más, el vehemente deseo
de examinar, con ese espíritu y bajo ese
aspecto, el terrible período que acabamos
de recorrer, y que políticos mezquinos
o de mala fe, pretenden arrojarnos al rostro como
un cieno infamante para mancillar así nuestro
espíritu y nuestro corazón, nuestra
inteligencia y nuestra moralidad, presentándolo
maliciosamente como una triste excepción
en la evolución progresiva de la humanidad;
pero que, examinado a la luz de la razón
y de la filosofía, vendrá a presentarse
como un inmenso drama, cuyo desenlace será
la sublime apoteosis de los gigantes de 1810,
y de la continuada falange de héroes que
se han sucedido, desde Hidalgo y Morelos, hasta
Guerrero e Iturbide; desde Zaragoza y Ocampo,
hasta Salazar y Arteaga, y desde éstos
hasta los vencedores de la hiena de Tacubaya y
del aventurero de Miramar.
En la rápida mirada retrospectiva que el
deseo de cumplir con ese sagrado deber nos obliga
a echar sobre los acontecimientos del pasado,
habrá que tocar no sólo aquellos
que directamente atañen a los sucesos políticos,
sino también, aunque muy someramente, otros
hechos que a primera vista pudieran parecer extraños
a este sitio y a esta festividad. Pero en el dominio
de la inteligencia y en el campo de la verdadera
filosofía, nada es heterogéneo y
todo es solidario. Y tan imposible es hoy que
la política marche sin apoyarse en la ciencia
como que la ciencia deje de comprender en su dominio
a la política.
Después de tres siglos de pacífica
dominación, y de un sistema perfectamente
combinado para prolongar sin término una
situación que por todas partes se procuraba
mantener estacionaria, haciendo que la educación,
las creencias religiosas, la política y
la administración convergiesen hacia un
mismo fin bien determinado y bien claro, la prolongación
indefinida de una dominación y de una explotación
continua; cuando todo se tenía dispuesto
de manera que no pudiese penetrar de afuera, ni
aun germinar espontáneamente dentro de
ninguna idea nueva, si antes no había pasado
por el tamiz formado por la estrecha malla del
clero secular y regular, tendida diestramente
por toda la superficie del país y enteramente
consagrado al servicio de la Metrópoli,
de donde en su mayor parte había salido
y a la que lo ligaba íntimamente el cebo
de cuantiosos intereses y de inmunidades y privilegios
de suma importancia, que lo elevaban muy alto
sobre el resto de la población, principalmente
criolla; cuando ese clero armado a la vez con
los rayos del cielo y las penas de la tierra,
jefe supremo de la educación universal,
parecía tener cogidas todas las avenidas
para no dejar penetrar al enemigo, y en su mano
todos los medios de exterminarlo si acaso llegaba
a asomar; después de tres siglos, repito,
de una situación semejante, imposible parece
que súbitamente, y a la voz de un párroco
obscuro y sin fortuna, ese pueblo, antes sumiso
y aletargado, se hubiese levantado como movido
por un resorte, y sin organización y sin
armas, sin vestidos y sin recursos, se hubiese
puesto frente a frente de un ejército valiente
y disciplinado, arrancándole la victoria
sin más táctica que la de presentar
su pecho desnudo al plomo y al acero de sus terribles
adversarios, que antes lo dominaban con la mirada.
Si tan importante acontecimiento no hubiese sido
preparado de antemano por un concurso de influencias
lentas y sordas, pero reales y poderosas, él
sería inexplicable de todo punto, y no
sería ya un hecho histórico sino
un romance fabuloso; no hubiera sido una heroicidad
sino un milagro el haberlo llevado a cabo, y como
tal estaría fuera de nuestro punto de vista,
que conforme a los preceptos de la verdadera ciencia
filosófica, cuya mira es siempre la previsión,
tiene que hacer a un lado toda influencia sobrenatural,
porque no estando sujeta a leyes invariables no
puede ser objeto ni fundamento de explicación
ni previsión racional alguna.
¿Cuáles fueron, pues, esas influencias
insensibles cuya acción acumulada por el
transcurso del tiempo, pudo en un momento oportuno
luchar primero, y más tarde salir vencedora
de resistencias que parecían incontrastables?
Todas ellas pueden reducirse a una sola —pero
formidable y decisiva— la emancipación
mental, caracterizada por la gradual decadencia
de las doctrinas antiguas, y su progresiva substitución
por las modernas; decadencia y substitución
que, marchando sin cesar y de continuo, acaban
por producir una completa transformación
antes que hayan podido siquiera notarse sus avances.
Emancipación científica, emancipación
religiosa, emancipación política:
he aquí el triple venero de ese poderoso
torrente que ha ido creciendo de día en
día, y aumentando su fuerza a medida que
iba tropezando con las resistencias que se le
oponían; resistencias que alguna vez lograron
atajarlo por cierto tiempo, pero que siempre acabaron
por ser arrolladas por todas partes, sin lograr
otra cosa que prolongar el malestar y aumentar
los estragos inherentes a una destrucción
tan indispensable como inevitable.
En efecto, ¿cómo impedir que la
luz que emanaba de las ciencias inferiores penetrase
a su vez en las ciencias superiores? ¿Cómo
lograr que los mismos para quienes los más
sorprendentes fenómenos astronómicos
quedaban explicados como una ley de la naturaleza,
es decir, con la enunciación de un hecho
general, que él mismo no es otra cosa que
una propiedad inseparable de la materia, pudiese
no tratar de introducir este mismo espíritu
de explicaciones positivas en las demás
ciencias, y por consiguiente en la política?
¿Cómo los encargados de la educación
pueden, todavía hoy, llegar a creer que
los que han visto encadenar el rayo, que fue por
tantos siglos el arma predilecta de los dioses,
haciéndolo bajar humilde e impotente al
encuentro de una punta metálica elevada
en la atmósfera, no hayan de buscar con
avidez otros triunfos semejantes en los demás
ramos del saber humano? ¿Cómo pudieron
no ver que a medida que las explicaciones sobrenaturales
iban siendo substituidas por leyes naturales,
y la intervención humana creciendo en proporción
en todas las ciencias, la ciencia de la política
iría también emancipándose,
cada vez más y más, de la teología?
Si el clero hubiera podido ver en aquel tiempo,
con la claridad que hoy percibimos nosotros, la
funesta brecha que esas investigaciones científicas
al parecer tan indiferentes e inofensivas iban
abriendo en el complicado edificio que a tanta
costa había logrado levantar, y que con
tanto empeño procuraba conservar; si él
hubiera llegado a comprender la íntima
y necesaria relación que liga entre sí
todos los progresos de la inteligencia humana,
y que haciéndolos todos solidarios no permite
que por una parte se avance y por otra se retroceda,
o siquiera se permanezca estacionario, sino que
comunicando el impulso a todas partes, hace que
todas marchen a la vez, aunque con desigual velocidad
según el grado de complicación de
los conocimientos correspondientes; si él
hubiera reflexionado que, estando comunicados
entre sí todos los diversos departamentos
del grandioso palacio del alma, la luz que se
introdujese en cualquiera de ellos debía
necesariamente irradiar a los demás y hacer
poco a poco percibir, cada vez menos confusamente,
verdades inesperadas que una impenetrable oscuridad
podía sólo mantener ocultas, pero
que una vez vislumbradas por algunos, irían
cautivando las miradas de la multitud, a medida
que nuevas luces, suscitadas por las primeras,
fueran apareciendo por diversos puntos, se habría
apresurado sin duda a matar esas luces dondequiera
que pudieran presentarse y por inconexas que pudiesen
parecer con la doctrina que se deseaba salvar.
Pero este plan que, concebido sistemáticamente
por las antiguas teocracias hubiera hecho justificable
la ilusión de un resultado, si no permanente
al menos inmensamente prolongado, no era ni racional
ni disculpable en los tiempos ni en las circunstancias
en que España se apoderó del Continente
de Colón. En esa época, los principales
gérmenes de la renovación moderna
estaban en plena efervescencia en el antiguo mundo
y era preciso que los conquistadores, impregnados
ya de ellas, los inoculasen, aun a su pesar, en
la nueva población que de la mezcla de
ambas razas iba a resultar. Por otra parte, era
imposible que, en continua relación con
la Metrópoli, México y toda la América
española no percibiese, aunque confusamente,
el fuego de emancipación que ardía
por todas partes, y de que en lo político
España misma había dado el noble
ejemplo lanzando de su seno a los moros que, siete
siglos antes y en mejores circunstancias, habían
intentado hacer en la península lo que
ella, a su vez, se propuso en América.
La triple evolución científica,
política y religiosa que debía dar
por resultado la terrible crisis por que atravesamos,
puede decirse, no ya que era inminente, sino que
estaba efectuada en aquella época y el
clero católico que, nacido él mismo
de la discusión, se había propuesto
después sofocarla, había visto a
sus expensas lo irrealizable de sus pretensiones,
pues por una dichosa fatalidad, el irresistible
atractivo de lo cierto y de lo útil, de
lo bueno y de lo bello, sedujo a su pesar a los
mismos a quienes su propio interés aconsejaba
desecharlo y, semejantes al Cervero de la fábula,
se dejaron adormecer por el encanto de las nuevas
ideas y dejaron penetrar en el recinto vedado
al enemigo que debieran ahuyentar.
Ahora bien, una vez dado el primer paso, lo demás
debía efectuarse por sí solo y todas
las resistencias que se quisieran acumular, podrían
alguna vez retardar y enmascarar el resultado
final; pero éste fue fatal e inevitable.
La ciencia, progresando y creciendo como un débil
niño, debía primero ensayar y acrecentar
sus fuerzas en los caminos llanos y sin obstáculos,
hasta que poco a poco y a medida que ellas iban
aumentando, fuese sucesivamente entrando en combate
con las preocupaciones y con la superstición,
de las que al fin debía salir triunfante
y victoriosa después de una lucha terrible,
pero decisiva.
Por su parte, la superstición, que tal
vez sentía su debilidad, evitaba encontrarse
con su adversario, y cediendo palmo a palmo el
terreno que no podía defender aparentaba
no comprender, o de hecho no comprendía
que esa retirada continua era también una
continua derrota. Sólo de tiempo en tiempo
y cuando la colisión era evidente, se paraba
a combatir con la furia del despecho y la tenacidad
de la desesperación. Yo no referiré
todas esas luchas que son ajenas de este lugar
y de esta ocasión; yo no me pararé
siquiera a mencionar aquí las principales
fases de ese gran conflicto, que son también
las fases de la historia de la humanidad, porque
esto me llevaría muy lejos. Yo no diré
tampoco cómo la ciencia ha logrado, en
fin, abrazar a la política y sujetarla
a leyes, ni cómo la moral y la religión
han llegado a ser de su dominio. El campo es vasto
y la materia fecunda y tentadora; mas la ocasión
no es favorable y apenas se presta a mencionar
el hecho.
Pero no puedo menos de recordar, en pocas palabras,
la famosa condenación de Galileo hecha
por la Iglesia católica que, fundada en
un pasaje revelado, declaró herética
e inadmisible la doctrina del movimiento de la
tierra. Aquí el texto era claro y terminante,
el libro de donde se sacaba no podía ser
más reverenciado; por otra parte, la doctrina
que se les oponía no estaba realmente apoyada
en ninguna prueba irrecusable, sino que era hasta
entonces una simple hipótesis científica,
con la cual la explicación de los fenómenos
celestes adquiría una notable sencillez;
Galileo no había hecho otra cosa que prohijarla
y allanar algunas dificultades de mecánica,
que se habían opuesto hasta entonces a
su generalización; pero lo repito, ninguna
prueba positiva podía darse hasta entonces
de la realidad del doble movimiento que se atribuía
a la tierra; la primera prueba matemática
de este importante hecho no debía venir
sino un siglo después, con el fenómeno
de la aberración descubierta por Bradley.
Y sin embargo, era ya tal el espíritu antiteológico
que reinaba en tiempo de Galileo, que bastó
que la hipótesis condenada explicase satisfactoriamente
los hechos a que se refería y que no chocase,
como en los principios se había creído,
con las leyes de la física o de la mecánica,
para que ella hubiese sido bien pronto universalmente
admitida, a despecho del Concilio, del Texto y
de la Inquisición. Más aún:
el Texto mismo tuvo por fin que plegarse a sufrir
una torsión, hasta ponerse él de
acuerdo con la ciencia, o por lo menos, hacer
cesar la evidente contradicción de que
primero se había hecho justo mérito.
Es inútil insistir aquí sobre la
importancia de este espléndido triunfo
del espíritu de demostración sobre
el espíritu de autoridad; baste saber que
desde entonces los papeles se trocaron, y el que
antes imperaba sin contradicción y decidía
sin réplica, marcha hoy detrás de
su rival, recogiendo con una avidez que indica
su pobreza, la menor coincidencia que aparece
entre ambas doctrinas, sin esperar siquiera a
que estén demostradas, para servirse de
ella como un pedestal sobre el cual se complace
en apoyar su bamboleante edificio. Pero lo que
sí hace a mi propósito y debo, por
lo mismo, hacer notar en este punto, es que tal
era el estado de la emancipación científica
en Europa cuando la corporación que se
encargó aquí de la Instrucción
pública por orden del gobierno de España,
acometió la titánica empresa de
parar el curso de este torrente que sus predecesores
no habían podido contener, porque de este
loco empeño debía resultar más
tarde el cataclismo que, con más cordura,
hubiera podido evitarse.
No sólo en sus relaciones con la ciencia,
propiamente dicha, fue como los conquistadores
trajeron una doctrina en decadencia incapaz de
fundar, de otro modo que no fuera por la fuerza
y la opresión, un gobierno estable y respetado;
también entre los que habían pertenecido
al propio campo había estallado la división.
EL famoso cisma que bien pronto dividió
la Europa en dos partes irreconciliables, y que
haciendo cesar la unidad y la veneración
hacia los superiores espirituales, echó
por tierra la obra que, fundada por San Pablo,
se había elaborado lentamente en la edad
media; este cisma, cuya bandera fue la del derecho
del libre examen, nació precisamente en
el tiempo en que los conquistadores marchaban
a apoderarse de su presa. Y si bien la España
había, en apariencia, quedado libre del
contagio, lo cierto es que el verdadero veneno
se había inoculado de tiempo atrás
en todos los cerebros y de hecho, todos los llamados
católicos, eran ya, y cada día se
hicieron más y más protestantes,
porque todos, a su vez, apelaban a su razón
particular, como árbitro supremo en las
cuestiones más trascendentales y se erigían
en jueces competentes, en las mismas materias
que antes no se hubieran atrevido a tocar. Ahora
bien, nada es más contrario al verdadero
espíritu católico, que esa supremacía
de la razón sobre la autoridad, y nada
por lo mismo puede indicar mejor su decadencia,
que esa lucha en que se le obligaba a entrar,
en la cual tenía que sostener con la razón
o con la fuerza, lo que sólo hubiera debido
apoyar con la fe. Los famosos tratados de los
regalistas en que España abunda, no eran
de hecho otra cosa que una enérgica y continua
protesta contra la autoridad del Papa. Y el modo
brutal con que Carlos V, a pesar de su fanatismo,
trató en su propio solio al Pontífice
Romano, que había querido oponerse a su
voluntad, prueba lo que en aquella época
había decaído una autoridad que
antes disponía a su arbitrio de las coronas.
Así, del lado de la religión, que
parecía ser una de las piedras angulares
del edificio de la Conquista, el principal elemento
disolvente vino con sus fundadores, y él
no podía menos de crecer aquí, como
fue creciendo en todas partes y dar, por fin,
en tierra, con una construcción cuyos fundamentos
estaban ya corroídos y minados de antemano.
Del lado de la política, la cosa no marchaba
de otro modo.
Ya he dicho que la España misma había
dado el ejemplo de la emancipación, lanzando
a los moros, que durante siete siglos habían
dominado y ella no debía esperar mejor
suerte en la empresa análoga que acometía.
Sin embargo, el espíritu de dominación
que se apoderó de ella después de
los brillantes sucesos de América, hizo
que su poder se extendiese también en gran
parte de la Europa y de esta dominación
y de la necesidad de libertad, que una intolerable
opresión, a su vez religiosa, política
y militar, debía producir en los puntos
de Europa sujetos a la corona de España,
debía nacer el formidable enemigo que,
después de hacerle perder los Países
Bajos, le arrancaría más tarde sus
joyas del Nuevo Mundo y que acabará por
derribar todos los tronos que hoy no existen ya
sino de nombre.
El dogma político de la soberanía
popular, no se formuló, en efecto, de una
manera explícita y precisa, sino durante
la guerra de independencia que la Holanda sostuvo,
con tanto heroísmo como cordura, contra
la tiranía española.
Este dogma importante que después ha venido
a ser el primer artículo del credo político
de todos los países civilizados, se invocó
en favor de un pueblo virtuoso y oprimido y, cosa
digna de notarse, fue apoyado por la Inglaterra
y la Francia y por todas las monarquías,
tal vez en odio a la España, o por esa
fatalidad que pesa sobre las instituciones que
han caducado, fatalidad que las conduce a afilar
ellas mismas el puñal que debe herirlas
de muerte, consumando así una especie de
suicidio lento, pero inevitable, contra el cual,
después y cuando ya no es tiempo, quieren
en vano protestar.
El buen uso que la Holanda supo hacer de este
principio, al cual puede decirse que fue en gran
parte deudora de su independencia y de su libertad,
a la vez política y religiosa, y la aquiescencia
tácita o expresa de todos los gobiernos,
hizo pasar muy pronto al dominio universal este
dogma radicalmente incompatible con el principio
del derecho divino en que hasta entonces se habían
fundado los gobiernos.
Así es que, cuando durante la revolución
inglesa surgió la otra base de las repúblicas
modernas —la igualdad de los derechos—
no pudo encontrar seria contradicción,
a pesar de haber abortado en esta vez su aplicación
práctica, sin duda por haber sido prematura;
pero este nuevo dogma era una consecuencia tan
natural y un complemento tan indispensable del
anterior, que no obstante su insuceso, los colonos
que de Inglaterra partieron para América,
lo llevaron grabado, así como su precursor
en el fondo de sus corazones y ambos dogmas sirvieron
de simiente y de preparación para el desarrollo
de ese coloso que hoy se llama Estados Unidos,
y que en la terrible crisis por que acaba de pasar,
crisis suscitada por la necesidad de deshacerse
de elementos heterogéneos y deletéreos
ha demostrado un vigor asombroso y una virilidad,
que los que maquinaban contra ella han visto con
espanto y que sus más ardientes admiradores
estaban lejos de imaginar.
Pero si la soberanía popular es contraria
al derecho divino de la autoridad regia y al derecho
de conquista, la igualdad social es, además,
incompatible con los privilegios del clero y del
ejército. De suerte que con esos dos axiomas,
se encontraba, en lo político, minado desde
sus principios el edificio social que España
venía a construir.
Ya lo veis, señores, todos los veneros
de ese poderoso raudal de la insurrección
estaban abiertos; todos los elementos de esa combustión
general estaban hacinados; la compresión
continua y cada día mayor que se ejercía
sobre éstos y el aislamiento en que se
quiso siempre tener a México, para impedir
la corriente de aquéllos, no podían
producir y no produjeron otro resultado que el
de hacer más terrible la explosión
de los unos, en el instante en que la combustión
comenzase por un punto cualquiera y el de aumentar
los estragos del otro, luego que los diques con
que quería contenerse su curso llegasen
a ceder.
Una conducta más prudente, que hubiese
permitido un ensanche gradual y una gradual disminución
de los vínculos de dependencia entre México
y la Metrópoli, de tal modo que se hubiese
dejado entrever una época en que esos lazos
llegasen a romperse, como la naturaleza misma
parecía exigirlo, interponiendo el inmenso
Océano entre ambos continentes, habría
sin duda evitado la necesidad de los medios violentos
que la política contraria hizo necesarios.
Sería, sin embargo, injusto echar en cara
a España una conducta que cualquiera otra
nación en su caso habría seguido
y que, la falta de una doctrina social positiva
y completa, hacía tal vez necesaria en
aquella época. Pero sea de ello lo que
fuere, el hecho es que en la época de la
insurección, los elementos de esa combustión
estaban ya reunidos y estaban además, en
plena efervescencia determinada por la noticia
de la independencia de los Estados Unidos y de
la explosión francesa: sólo se necesitaba
ya una chispa para ocasionar el incendio.
Esta chispa fue lanzada por fin la memorable noche
del 15 al 16 de septiembre de l810, por un hombre
de genio y de corazón: de genio para escoger
el momento en que debía dar principio a
la grandiosa obra que meditaba; de corazón,
para decidirse a sacrificar su vida y su reputación,
en favor de una causa que su inspiración
le hacía ver triunfante y gloriosa en un
lejano porvenir. El conocimiento pleno que tenía
de la fuerza física de los opresores, no
le podía dejar ver otra cosa en el presente,
que la derrota en el campo de batalla y la difamación
en el de la opinión. El no podía
racionalmente contar con el glorioso episodio
del Monte de las Cruces; y la sangrienta escena
de Chihuahua era de pronto su único porvenir.
A él se lanzó resuelto y decidido,
porque en la cima de esa escala de mártires,
de la cual él iba a formar la primera grada,
veía la redención de su querida
patria, veía su libertad y su engrandecimiento;
porque en la cima de esa escala de sufrimientos
y de combates, de cadalsos y de persecuciones,
veía aparecer radiante y venturosa una
era de paz y de libertad, de orden y de progreso,
en medio de la cual los mexicanos, rehabilitados
a sus propios ojos y a los del mundo entero, bendecirían
su nombre y el de los demás héroes
que supieran imitarlo, ora sucumbiesen como él
en la demanda, ora tuviesen la inefable dicha
de ver coronado con el triunfo el conjunto de
sus fatigas.
Once años de continua lucha y de sufrimientos
sin cuento, durante los cuales las cabezas de
los insurgentes rodaban por todas partes, y en
que para siempre se inmortalizaran los nombres
de Morelos, de Allende, de Aldama, de Mina, de
Abasolo y tantos otros, dieron por resultado que
en 1821, el virtuoso e infatigable Guerrero y
el valiente y después mal aconsejado Iturbide,
rompieran por fin la cadena que durante tres siglos
había hecho de México la esclava
de la España. El pabellón tricolor
flameó por primera vez en el palacio de
los Virreyes y la nación entera aplaudió
esta transformación, que parecía
augurar una paz definitiva. Pero por otra parte,
los errores cometidos por los hombres en quienes
recayó la dirección de los negocios
públicos y, por otra, los elementos poderosos
de anarquía y de división que como
resto del antiguo régimen quedaban en el
seno mismo de la nueva nación, se opusieron
y debían fatalmente oponerse, a que tan
deseado bien llegase todavía. ¡No
se regenera un país, ni se cambian radicalmente
sus instituciones y sus hábitos, en el
corto espacio de dos lustros! ¡No se acierta
del primer golpe con las verdaderas necesidades
de una nación que, en medio de la insurrección
no había podido aprender sino a pelear
y que antes de ella sólo sabía resignarse!
¡No se apagan ni enfrían, luego que
tocan la tierra, las ardientes lavas del volcán
que acaba de estallar!
En el regocijo del triunfo, se creyó fácil
la erección de un imperio, se creyó
que las instituciones que parecían tener
más analogía con las que acababan
de ser derrocadas, serían las que podían
convenirnos mejor. El caudillo que, halagado por
el brillo del trono se dejó seducir desconociendo
en esto la verdadera situación que la ruptura
de todos los lazos anteriores había creado,
cometió un inmenso error que pagó
con la vida, y hundió a la nación
en la guerra civil. Esta pudo tal vez evitarse;
pero una vez iniciada, no debía esperarse
que concluyese por una transacción; los
elementos que se agitaban y se combatían
eran demasiado contradictorios, para que una combinación
fuese posible; era necesario que uno de los dos
cediese radicalmente de sus pretensiones; era
preciso que uno de los dos, reconociendo su impotencia,
se resignase a ceder el campo a su contrario,
y a seguir, aunque con trabajo y sólo pasivamente,
una corriente que no podía contrarrestar.
Por una fatalidad, tan lamentable como inevitable,
el partido a quien el conjunto de las leyes reales
de la civilización llamaba a predominar,
era entonces el más débil; pero,
con la fe ardiente del porvenir, con esa fe que
inspiran todas las creencias que constituyen un
progreso real en la evolución humana, él
se sentía fuerte para emprender y sostener
la lucha y ésta debía continuar
encarnizada y a muerte.
Un partido, animado tal vez de buena fe, pero
esencialmente inconsecuente, pretendió
extinguir esta lucha y de hecho no logró
otra cosa que prolongarla; pues, por falta de
una doctrina que le sea propia, ese partido toma
por sistema de conducta la inconsecuencia, y tan
pronto acepta los principios retrógrados
como los progresistas, para oponer constantemente
unos a otros y nulificar entrambos. Proponiéndose,
a su modo, conciliar el orden con el progreso,
los hace en realidad aparecer incompatibles, porque
jamás ha podido comprender el orden, sino
con el tipo retrógrado, ni concebir el
progreso, sino emanado de la anarquía,
teniendo que pasar mientras gobierna, alternativamente
y sin intermedio, de unos partidos a otros. Ese
partido, repito, haciendo respectivamente a cada
uno de los contendientes concesiones contradictorias
e inconciliables, halagaba las ilusiones de cada
uno sin satisfacer sus deseos y prolongaba así
el término de la contienda que quería
evitar.
Por una parte el clero y el ejército, como
restos del pasado régimen y por otra, las
inteligencias emancipadas e impacientes por acelerar
el porvenir, entraron en una lucha terrible que
ha durado 47 años; lucha sembrada de sangrientas
y lúgubres escenas que sería largo
y doloroso referir; lucha durante la cual el partido
progresista, unas veces triunfante y otras también
vencido, iba cada vez creando mayor fuerza, aun
después de los reveses, pero en la que
su contrario, a medida que sentía desvanecerse
la suya, apelaba a medios más reprobados,
desde la felonía de Picaluga hasta la Sainte
Barthelemy de Tacubaya, y desde allí hasta
la traición en masa consumada en 1863,
y premeditada muchos años antes.
Conciudadanos: la palabra traición ha salido
involuntariamente de mis labios. Yo habría
querido en este día de patrióticas
reminiscencias y de cordial ovación, no
traer a vuestra memoria otros recuerdos que los
muy gratos de los héroes que se sacrificaron
por darnos patria y libertad; yo habría
querido no evocar en vuestro corazón otros
sentimientos que los de la gratitud, ni otras
pasiones que las del patriotismo y de la abnegación
de que supieron darnos ejemplo los grandes hombres
que hoy venimos a celebrar; y he visto en estos
momentos pintada en vuestros rostros la indignación
y he visto salir de vuestros ojos el rayo, que,
quemando la frente de esos mexicanos degradados,
dejará sobre ella impreso el sello de la
infamia y de la execración...
Pero al salir de la espantosa crisis suscitada
por su criminal error; al tocar afanosos y casi
sin aliento la playa de ese piélago embravecido
que ha estado a punto de sepultarnos bajo sus
olas, no hemos podido menos que volver el rostro
atrás para mirar, como Dante, el peligro
de que nos hemos librado y tomar lecciones en
ese triste pasado, que no puede menos que horrorizarnos...
Las clases privilegiadas que en 1857 se habían
visto privadas de sus fueros y preeminencias,
que en 1861 vieron por fin sancionada con espléndido
triunfo esta conquista del siglo y ratificada
irrevocablemente la medida de alta política,
que arrancaba de manos de la más poderosa
de dichas clases, el arma que le había
siempre servido para sembrar la desunión
y prolongar la anarquía, derribando, por
medio de la corrupción de la tropa a los
gobiernos que trataban de sustraerse a su degradante
tutela: estas clases privilegiadas, repito, llegaron
por fin a persuadirse de su completa impotencia,
pues, por una parte, el antiguo ejército,
habiéndose visto vencido y derrotado por
soldados noveles y generales improvisados, perdió
necesariamente el prestigio y con él la
influencia que un hábito de muchos años
le había sólo conservado; y por
otra, el clero comprendió su desprestigio
y decadencia, al ver que había hecho uso
sin éxito alguno, de todas sus armas espirituales
—únicas que le quedaban— para
defender a todo trance unos bienes que él
aparenta creer que posee por derecho divino, y
sobre los cuales le niega por lo mismo, todo derecho
a la sociedad y al gobierno, que es su representante.
¡Como si algo pudiese existir dentro de
la sociedad que no emanase de ella misma! ¡Como
si la propiedad y demás bases de aquélla,
por lo mismo que están destinadas a su
conservación y no a su ruina, no debiesen
estar sujetas a reglas que les hagan conservar
siempre el carácter de protectoras, y no
de enemigas de la sociedad! ¡Como si alguna
vez el medio debiera preferirse al fin para el
cual se instituye!
Acabo de decir que las armas espirituales eran
las que le quedaban al clero y debo añadir
también que a estas armas, el vencedor
no sólo no había tocado, sino que
las había aumentado en realidad, con la
severa lógica que presidió a la
formación de las leyes llamadas de Reforma.
Porque al separar enteramente la Iglesia del Estado;
al emancipar el poder espiritual de la presión
degradante del poder temporal, México dio
el paso más avanzado que nación
alguna ha sabido dar, en el camino de la verdadera
civilización y del progreso moral y ennobleció,
cuanto es posible en la época actual, a
ese mismo clero que sólo después
de su traición y cuando Maximiliano quiso
envilecerlo, a ejemplo del clero francés,
comprendió la importancia moral de la separación
que las Leyes de Reforma habían establecido.
Y protestó, tarde como siempre, contra
la tutela a que se le sujetó. Y suspiró
por aquello mismo que había combatido...
Cuando el clero y el ejército y algunos
hombres que los secundaban cegados por el fanatismo
o por la sed de mando, se vieron privados de todas
sus ilusiones, como el árbol que al soplo
del otoño deja caer una a una las hojas
que lo vestían, se acogieron con más
ahínco al único medio que parecía
quedarles, para prolongar aún por algún
tiempo su dominación o al menos, ver a
sus vencedores sepultados también en las
ruinas de la nación.
Hay en Europa, para mengua y baldón de
la Francia, un soberano cuyas únicas dotes
son la astucia y la falsía y cuyo carácter
se distingue por la constancia en proseguir los
perversos designios que una vez ha formado.
Este hombre meditaba, de tiempo atrás,
el exterminio de las instituciones republicanas
en América, después de haberlas
minado primero y derrocado por fin en Francia,
por medio de un atentado inaudito, el 2 de diciembre
de 1851.
A este hombre recurrieron, de este soberano advenedizo
se hicieron cómplices los mexicanos extraviados
que, en el vértigo del despecho, no vieron
tal vez el tamaño de su crimen, en manos
de ese verdugo de la República francesa
entregaron una nacionalidad, una independencia
y unas instituciones que habían costado
ríos de sangre y medio siglo de sacrificios
y de combates.
Y, el que se había introducido en Francia
deslizándose como una serpiente para ahogar
a su víctima; el que, cubierto con una
popularidad prestada, había logrado alucinar
al pueblo y seducir al ejército, para arrancarle
al uno su libertad y convertir al otro, el 2 de
diciembre, en asesino de sus hermanos indefensos,
aceptó gustoso esa misión de retroceso
y de vandalismo, y guiado por la traición
y azuzado por fraudulentos agiotistas y por su
digno intérprete Saligny, se lanzó
sobre su presa y con la innoble voracidad del
buitre, se propuso hartarse de una víctima
que se imaginó muerta.
Desde los primeros pasos, la actitud imponente
que tomó toda la nación, aprestándose
a rechazar tan inicua agresión, hizo ver
a la España y a la Inglaterra el tamaño
de la iniquidad que se habían prestado
a secundar y la Francia quedó sola en su
tenebrosa empresa.
Su primer acto como beligerante fue una villanía.
Negándose a cumplir los tratados de la
Soledad y haciéndose dueña por medio
de la felonía, de unas posiciones fortificadas
que no se atrevió a atacar, se identificó
más con la causa que venía a defender
y dejó ver con toda claridad cuál
sería el espíritu que debía
animarla en esta inmunda guerra, que comenzaba
por conculcar un compromiso sagrado y acabaría
por abandonar y vender cobardemente a sus propios
cómplices.
Cuando el cuerpo expedicionario se creyó
bastante fuerte, y cuando habiendo salvado, a
precio de su honor, los primeros obstáculos,
se proporcionó los recursos y bagajes que
le faltaban, emprendió su marcha sobre
la capital seguro del triunfo, lleno de pueril
vanidad, llevando en los pechos de sus soldados
como garantes infalibles de la victoria, esculpidos
en preciosos metales, los nombres de Roma y Crimea,
de Magenta y Solferino. Mientras que en las llanuras
de Puebla los esperaba un puñado de patriotas
armados de improviso, bisoños en la guerra,
pero resueltos a sacrificarlo todo por su independencia,
y trayendo en sus pechos una condecoración
que vale más que todas y que los reyes
no pueden otorgar a su antojo: el amor de la patria
y de la libertad, grabado en su corazón.
El jefe que mandaba a este puñado de héroes,
no era un general envejecido en los campos de
batalla; no llevaba sobre sus sienes el laurel
de cien combates; era sólo un joven lleno
de fe y de patriotismo; era un republicano de
los tiempos heroicos de la Grecia que, sin contar
el número ni la fuerza de los enemigos,
se propuso como Temístocles, salvar a su
patria y salvar con ella unas instituciones que
un audaz extranjero quería destruir y que
contenían en sí todo el porvenir
de la humanidad.
Conciudadanos: vosotros recordáis en este
momento, que el sol del 5 de mayo que había
alumbrado el cadáver de Napoleón
I, alumbró también la humillación
de Napoleón III. Vosotros tenéis
presente que, en ese glorioso día, el nombre
de Zaragoza, de ese Temístocles mexicano,
se ligó para siempre con la idea de independencia,
de civilización, de libertad y de progreso,
no sólo de su patria, sino de la humanidad.
Vosotros sabéis que haciendo morder el
polvo en ese día a los genízaros
de Napoleón III, a esos persas de los bordes
del Sena que más audaces o más ciegos
que sus precursores del Eufrates, pretendieron
matar la autonomía de un continente entero
y restablecer en la tierra clásica de la
libertad, en el mundo de Colón, el principio
teocrático de las castas y de la sucesión
en el mando por medio de la herencia; que venciendo,
repito, esa cruzada de retroceso, los soldados
de la República en Puebla, salvaron como
los de Grecia en Salamina, el porvenir del mundo
al salvar el principio republicano, que es la
enseña moderna de la humanidad. Vosotros
sabéis que la batalla del 5 de mayo fue
el glorioso preludio de una lucha sangrienta y
formidable que duró todavía un lustro,
pero cuyo resultado final quedó marcado
ya desde aquella época. ¡Los que
habían alcanzado la primera victoria debían
también obtener la última! ¡Y
los que habían penetrado sin honor por
las cumbres de Acultzingo, debían salir
cubiertos de infamia por el puerto de Veracruz!
No es este el momento ni la ocasión de
trazar la historia de la época de represalias
y de asesinatos, que sucedió al triunfo
del 5 de mayo de 1862. Una voz más robusta
y caracterizada que la mía, una pluma muy
más experta y elocuente, os ha hecho estremecer
desde esta misma tribuna, refiriéndoos
los crueles episodios y las sangrientas y devastadoras
escenas de ese terrible período en que
México luchó solo y sin recursos,
contra un ejército formidable que de nada
carecía y contra la traición que
le ayudaba en todas partes.
En este conflicto entre el retroceso europeo y
la civilización americana; en esta lucha
del principio monárquico contra el principio
republicano, en este último esfuerzo del
fanatismo contra la emancipación, los republicanos
de México se encontraban solos contra el
orbe entero. Los que no tomaron abiertamente cartas
en su contra, simpatizaron con el invasor y secundaron
sus torpes miras, reconociendo y acatando el simulacro
de imperio que quiso constituir; los que no imitaron
a la Bélgica y a la Austria mandando sus
soldados mercenarios, prestaron, por lo menos,
su apoyo moral para sostener al príncipe
malhadado que tuvo la debilidad, por no decir
la villanía, de prestarse a hacer su papel
en esta farsa, que merecería el nombre
de ridícula mojiganga si no hubiera sido
una espantosa tragedia.
La gran República misma se vio obligada
en virtud de la guerra intestina que la devoraba,
a mantenerse neutral y aun a prestar alguna vez,
con mengua de su dignidad, servicios a esa misma
invasión, que pretendía entrar por
México a los Estados Unidos.
¿Qué extraño es, pues, que
como resultado y como síntoma de ese conjunto
de circunstancias adversas, los reveses se multiplicasen
para los verdaderos mexicanos, en todo el ámbito
de la República? ¿Qué extraño
puede ser que por algún tiempo la causa
de la libertad pareciese perdida y que mexicanos,
tal vez de recto corazón, pero débiles
e ilusos, se dejasen sobrecoger por el desaliento
y creyesen que ya no quedaba otro recurso sino
plegarse al hado que parecía contrario?
¿Qué mucho que el benemérito
e inmaculado Juárez, que se había
abrazado al pabellón nacional levantándolo
siempre en alto para que, como la columna de fuego
de los israelitas, sirviese de guía y de
prenda segura de buen éxito a los dignos
mexicanos que sostenían aquella lucha,
tan desigual como heroica y tenaz, qué
mucho, repito, que Juárez y sus dignos
compañeros se viesen obligados a recorrer
centenares de leguas, sin hallar un punto en que
la bandera de la independencia pudiese descansar
segura, ni flotar con libertad? ¿Qué
mucho que nuestros más valientes adalides,
se viesen por un momento obligados a buscar en
la aspereza de nuestros montes, en la inmensidad
de nuestros desiertos y en las mortíferas
influencias climatéricas de la tierra caliente,
los fieles aliados que no podían encontrar
en otra parte?
Pero la tierra prometida debía aparecer
alguna vez; la aurora comenzó a brillar
después de aquel denso nublado; Díaz
por el Oriente y Corona por el Occidente; Escobedo
y Régules por el Norte y por el Sur Riva
Palacio, Treviño, Jiménez y otros
mil obtuvieron por todas partes victorias señaladas
sobre la conquista y sobre la traición
reunidas o separadas.
La horrible ley de 5 de octubre, imaginada por
el general francés y sancionada cobardemente
por el nefando imperio; esa ley en que se pagaba
con la vida hasta el delito de respirar el aire
que habían respirado los defensores de
la independencia, lejos de amedrentarlos, no hizo
sino enardecer su valor y aumentar su actividad.
Los millares de patriotas que caían víctimas
de esa máquina infernal puesta en manos
de las cortes marciales y disparada sin interrupción;
los sangrientos cadáveres del inmaculado
Arteaga y del heroico Salazar, se presentaban
sin cesar a sus ojos, pero vivificados y resplandecientes
de gloria, para animarlos al combate anunciándoles
el próximo triunfo y conducirlos así
a la victoria...
Una voz se levantó entonces en favor de
México, voz poderosa y largo tiempo esperada;
pero que se había tenido la dignidad de
no querer mendigar.
Al tremendo estallido de millares de balas tiradas
a la vez sobre centenares de prisioneros desarmados
en Puruándiro y en otros puntos; a los
plañideros ayes de tantas familias dejadas
en la orfandad y en la miseria, el águila
del Norte despertó en fin de su letargo.
Los Estados Unidos pidieron cuenta a la Francia
de este atentado contra las leyes de la civilización
y de la humanidad, intimándole, en nombre
de su propia dignidad, que hiciese cesar tan espantosa
carnicería el dictador de Francia, con
el cinismo propio de los Bonaparte, dejó
toda la responsabilidad de estos hechos a Maximiliano;
pero las contestaciones entre Francia y los Estados
Unidos se cruzaban sin cesar; las de éstos
cada día más apremiantes; las de
aquélla cada vez más y más
flojas y plagadas de contradicciones e inconsecuencias
.
Por una parte el temor de una guerra insostenible
con la colosal República, a cuyo lado se
encontraría todo el continente; por otra,
la posición cada día más
falsa y precaria del ejército expedicionario
en México, que no podía ya ni defender
el terreno que pisaba; y la completa impopularidad
de la expedición en Francia, decidieron
por fin a su autor a arrancar esa página
que, en días más felices, cuando
llegó a creer que en México había
muerto el amor a la patria y a la libertad, osó
llamar la más bella de su reinado.
El abandono del imperio, que a tanta costa y por
medio de tantas infamias y calumnias se había
querido fundar, se decidió por fin. La
grandiosa obra de reconstitución de razas
y de influencias europeas en América, que
con tan vivos colores se había pintado
al Senado francés, se abandonó también;
y la orden para la retirada del ejército
y con ella la humillación de Napoleón
y el desprestigio de la Francia, se firmó
por fin.
Este fue el servicio que México debió
a la República vecina. Servicio grande
sin duda, pero que en nada rebaja el mérito
de nuestra heroica defensa; y antes bien, lo pone
más de manifiesto, porque sin esta indomable
resistencia prolongada por cerca de seis años;
sin la constancia de Juárez y de los demás
jefes que, diseminados en el país, sostuvieron
sin interrupción el combate, levantando
en todas partes la enseña de la República,
la tan demorada resolución de interponer
en esta cuestión sus respetos y su influjo,
o no habría tenido lugar, o habría
llegado demasiado tarde, no sólo para México,
sino también para los Estados Unidos, a
quienes se quería asestar el tiro desde
las fortalezas del imperio.
La calumnia y la maledicencia se han apoderado
de este hecho, en el que si los Estados Unidos
prestaron un servicio a México, también
éste se lo hizo a ellos, prolongando la
lucha y conservando un gobierno con quien pudiesen
mantener relaciones que les permitieran, luego
que hubiesen dominado su guerra civil, tomar la
iniciativa en una negociación cuyo resultado
debía ser: acabar con la influencia europea
en América y aumentar la suya propia.
La calumnia, digo, se ha apoderado de ese hecho
queriendo presentarlo como deshonroso para nosotros.
Se ha supuesto que fuimos a mendigar la intervención
armada de los Estados Unidos y que el gobierno
nacional, personificado en Juárez, no buscaba
otra cosa sino que el país cambiase de
señor.
Esta infame calumnia, como las demás de
que sin cesar ha sido el blanco México,
ha sido desmentida con hechos irrefragables.
La nación habría tenido, sin duda,
el incuestionable derecho de llamar en su auxilio,
para desembarazarse de una influencia extraña
y opresora, las armas de otra potencia amiga,
sin comprometer con esto ni su autonomía
ni su dignidad, pero la conciencia de su propia
fuerza y esa clara visión del porvenir
que animó siempre al Primer Magistrado
de la República, y que sostuvo su valor
y su constancia en aquellos aciagos días
de prueba y de persecución, hizo que se
desechara siempre ese medio de salvación
que, lo repito, nada tenía de deshonroso
ni de inusitado.
La Holanda, llamando a los ingleses para emanciparse
de la tiranía española; los Estados
Unidos admitiendo los servicios de la Francia
para obtener su independencia; la España,
lanzando de su seno con ayuda de los ingleses,
a esa Francia que entonces como ahora, había
logrado penetrar en el territorio ajeno por la
puerta de la felonía y de la traición;
a esa Francia que entonces como ahora, pretendió
hacer una colonia de una nación independiente
y fundar un simulacro de trono que le sirviese
de escabel para sentar su planta y de apoyo para
extender su influencia y su dominación;
a esa Francia que entonces como ahora, era víctima
y cómplice, a la vez, de la tiranía
de un Bonaparte; de un Bonaparte, señores,
cuyo nombre sólo es un programa completo
de usurpación y de retroceso, de guerras
y de conquistas, de tronos improvisados y hundidos
en la nada, de bambolla y de charlatanismo y,
por último y como resultado final, de baldón
y oprobio para su nación! La España,
repito, los Estados Unidos y la República
holandesa, no mancillaron su nombre ni comprometieron
su autonomía, ni siquiera empañaron
el brillo de sus heroicos esfuerzos. por haber
utilizado el socorro armado de naciones amigas
y que estaban interesadas en sus respectivos triunfos.
Pero la gloria de México ha sido todavía
más esplendente. ¡Ni un solo sable
del ejército americano se ha desnudado
en favor de la República, ni un solo cañón
de la Casa Blanca se ha disparado sobre el Alcázar
de Chapultepec! ¡Y sin embargo, el triunfo
ha sido espléndido y completo! ¡Tres
meses habían pasado apenas desde que los
invasores abandonaron nuestro suelo, y nada existía
ya de ese imperio, que había de extinguir
la democracia en América!
Todo se ensayó para sostenerlo y arraigarlo;
a todas las puertas se llamó para encontrarle
adictos; todo lo que la intriga, la hipocresía
y la fuerza pueden sugerir, todo se puso en práctica
para aclimatar una institución que el instinto
popular repugna.
Al penetrar en el interior del país el
ejército invasor y más tarde al
venir el Archiduque a tomar posesión de
su trono, no pudieron menos de reconocer que el
partido que los había llamado y que fundaba
en ellos sus esperanzas, era en realidad el menos
numeroso, el menos ilustrado y el menos influyente
de los que se disputaban en México la supremacía.
Un clero ignorante y que se imagina vivir en plena
Edad Media; que no comprende ni sus intereses
ni los de la nación; que maldiciendo el
presente y el porvenir sin comprender que son
una consecuencia forzosa del pasado, no tiene
otro programa que la imposible retrogradación
de ocho siglos, para volver a los tiempos de Hildebrando:
un clero a quien la nación nada debe sino
el no haber podido constituirse; que en 1847 no
tuvo siquiera el fanatismo suficiente para imitar
el heroico ejemplo que 40 años antes le
había dado el clero español, y que
vio impasible la humillación de su patria,
la profanación de sus templos y la irrisión
de sus imágenes por un ejército
extranjero y protestante; un clero que facilitó
y contribuyó a estos mismos atentados suscitando
en la capital de la República el más
inmoral de los pronunciamientos, en los momentos
mismos en que el enemigo desembarcaba en Veracruz,
era el primero y principal elemento de ese partido
que solicitó la intervención.
Los restos de un ejército desmoralizado
y corrompido, acostumbrado a medrar en las revueltas
políticas y a considerar el tesoro nacional
como patrimonio propio y que en la invasión
americana probó que si sabía ensañarse
con los mexicanos indefensos, sabía mejor
volver la espalda ante el extranjero armado, era
el segundo elemento de los aliados de la Francia
y del imperio.
Con estos y con algunos fanáticos ilusos
o perversos, ayudados de ciertos capitalistas
que por egoísmo o por el deseo de lucrar
con los fondos de las arcas públicas se
unieron a ellos, debía contar el Archiduque
para fundar su soñada dinastía.
Pero él y sus tutores los franceses, al
mirar de cerca a los cómplices de su crimen;
al ver por sus propios ojos todo el tamaño
de su abyección y de su infamia, no pudieron
menos que avergonzarse de esa compañía
y renegaron de ellos y les escupieron el rostro.
Toda la política, todo el ahínco
de Maximiliano y de Napoleón, fue desde
luego captarse la voluntad y procurarse el apoyo,
o al menos la aquiescencia, del único partido
nacional, del gran Partido Liberal.
Pero tanto cuanto el partido de la tiranía
se había manifestado ruin y degradado,
tanto se mostró grande y digno el resto
de la nación: por todas partes se multiplicaban
los halagos y se sucedían sin interrupción
las invitaciones y las promesas, con objeto de
corromper a los patriotas que habían dado
pruebas de valer alguna cosa, o que habían
ocupado puestos públicos de la República;
no hubo género de seducción que
no se emplease, no hubo medio a que no se recurriese
para lograr que los buenos liberales aceptasen
los empleos con que se les brindaba en todas partes.
La vanidad, el orgullo, el interés y hasta
el terror, todo se ensayó, de todo se echó
mano para lograr un resultado al que con razón
se daba tanto precio.
Todo fue inútil, sin embargo. Por todas
partes se sucedían las tentadoras proposiciones
y por todas también se multiplicaban las
honrosas repulsas de mexicanos dignos que preferían
la oscuridad, la miseria o el ostracismo, al brillo
y la opulencia comprados al precio de su conciencia
y de su patriotismo.
Unos cuantos indignos mexicanos, que antes habían
medrado a la sombra del partido progresista, pero
en cuyos criminales pechos había tal vez
latido siempre el corazón de Judas, se
dejaron arrastrar por la vanidad o la codicia
y se prestaron a tirar del dogal que debía
acabar con el aliento de la patria.
Fuera de estas tristes excepciones, más
dignas de despreciarse que de sentirse, el gran
partido nacional se mantuvo inflexible, y se abstuvo
de toda participación que pudiera sancionar
de algún modo los actos de la intervención
y del gobierno intruso; causándoles con
esta muda pero enérgica protesta una derrota
constante que no pocas veces costó más
y hubo menester, de parte de los combatientes
pacíficos, más energía de
carácter y un valor no menos grande y si
más sostenido que el que se ha menester
para presentarse en los campos de batalla.
He aquí, señores, por qué,
cuando el ejército francés huyó
despavorido y abandonó su temeraria empresa,
Maximiliano, que sabía por experiencia
que no podía contar con el partido liberal,
cualesquiera que fuesen las promesas con que quisiese
atraérsele, y que no pudo tampoco resolverse
a abandonar un trono que a pesar de sus espinas
halagaba su vanidad y su ambición, se vio
forzado a echarse en brazos de aquellos mismos
a quienes poco antes había juzgado indignos
de estar a su lado.
Señores: aquí tocamos con la mano
los acontecimientos a que me refiero; aquí
oímos aún tronar el cañón
que se dispara a la vez en Querétaro y
en Puebla, en México y en Veracruz; aquí
asistimos a ese último combate, en que
nuestra patria obtendrá por fin el complemento
indispensable de su independencia, la emancipación
de la tutela de todo gobierno extraño.
En efecto, no fue sólo la reacción
y sus gastados generales; no fue el clero y sus
desprestigiados jefes, lo que decidió al
Archiduque a intentar este ultimo esfuerzo; lo
que sin duda pesó más en su ánimo,
fue ese enjambre de extranjeros armados que la
Francia, la Bélgica y el Austria habían
enviado para defensa de su candidato; fue esa
falange de ministros diplomáticos y sus
respectivos gabinetes, que prontos a calumniar
a México cuando para ello medía
su interés, han tenido voto decisivo en
nuestras cuestiones y han sido hasta aquí
el padrastro de todos los gobiernos, fundados
en unos tratados leoninos arrancados a nuestra
inexperiencia y a nuestra vanidad y al deseo de
conservar una paz que sólo para ellos existía.
Al haber triunfado del príncipe aventurero
y de estos elementos con que contaba todavía
para su apoyo; al haber aplicado con justicia
y severidad, pero sin encono ni pasión,
el condigno castigo al principal cómplice
de tantos crímenes, al que no vaciló
en echar sobre sus hombros todo el peso de seis
años de matanzas y de incendios, de devastaciones
y de ruina, México ha cortado la última
cabeza a la hidra venenosa que por tantos años
había emponzoñado su existencia
y ha asegurado su futuro reposo.
Negando a Maximiliano el indulto que solicitó,
ha podido creerse por algunos, principalmente
de fuera del país, que el gobierno y la
nación entera, que unánimemente
aprobó su conducta, obraban con mayor severidad
de la que su estricto deber exigía; ha
podido sostenerse por algunos escritores más
brillantes que profundos, que México pudo
y debió perdonar al Archiduque, sin que
por esto se comprometiese su tranquilidad, ni
se diese mayor aliento al partido vencido. Sin
duda, señores, el triunfo ha sido más
grandioso y espléndido de lo que era preciso
para que toda idea de un nuevo trono erigido en
México sea desde luego desechada como una
empresa de orates; sin duda, los Gutiérrez
Estrada y los Almonte acabaron para siempre su
infame papel y no serian ya escuchados aun cuando
se propusiesen empezar de nuevo; sin duda el clero
y los restos del antiguo ejército están
suficientemente desarmados para que la paz pública
no tenga mucho que temer de estos irreconciliables
pero impotentes enemigos; sin duda el corazón
de los mexicanos es bastante grande para que en
él pueda caber, sin rebasarlo, el perdón
generoso otorgado a un hijo de cien reyes, por
más que éste se haya manifestado
indigno de esa noble prosapia y se haya prestado
a ser, si no el principal autor, por lo menos
el principal instrumento de execrables atentados.
Pero cuando se trata de autonomía de la
nación, de su porvenir y de su independencia,
cuando ha llegado el momento de sentar la clave
de esa delicada construcción que se elabora
hace ya 57 años, toda idea que no conduzca
al fin deseado debe abandonarse, todo movimiento
del corazón que nos desvíe del sendero
y nos haga perder nuestro punto de mira, debe
sofocarse.
¡Maximiliano humillado y perdonado por Juárez!
¡Un emperador viviendo por galardón
de una República!... Es sin duda, un magnífico
golpe de teatro en un melodrama; es un soberbio
desenlace para una novela. Pero ni ese melodrama
ni esa novela hubieran cimentado la paz de la
República, ni afirmado la respetabilidad
y completado la emancipación de la nación.
Maximiliano desterrado en Europa, hubiera sido
con su voluntad o sin ella, la bandera de todos
los descontentos, la esperanza continua de los
vencidos, el amago constante de la tranquilidad
pública y el pábulo que mantuviese
viva la llama secreta de la rebelión, pronta
a la menor oportunidad, a encender de nuevo la
guerra civil, como la encendió Santa Anna
después de haber caído prisionero
en Jico y recibido un generoso perdón.
. .
Maximiliano perdonado no hubiera creído
jamás que debía su vida a la generosidad
de México, sino al miedo a Francisco José
o a la presión de los Estados Unidos.
Maximiliano perdonado, después del insolente
memorándum de Widembrok y de la inoportuna
intromisión de Sevard, hubiera sido un
perpetuo padrón de infamia para México
y una prueba que se habría creído
irrecusable, de que vivía siempre bajo
la tutela de las otras naciones.
Maximiliano perdonado en los momentos en que,
por ese memorándum y por esa intromisión
de los Estados Unidos, estaba justamente sobreexcitado
el sentimiento de la dignidad nacional, hubiera
indudablemente provocado una escisión entre
nuestros jefes y un grito de universal reprobación.
Y ni México se habría rendido ni
el país se habría pacificado.
Que aquellos filántropos de gabinete, que
han osado dar su fallo en contra de esa inevitable
ejecución, echen una mirada sobre el país
un mes después de llevarla a cabo y que
nos digan con el corazón en los labios,
si creen que con esa generosidad tan decantada
se había obtenido una pacificación
tan general y tan completa.
¡Ahora bien! ¿Sería posible
vacilar un momento, entre el perdón de
un delincuente y la pacificación de un
pueblo?
Dejemos a la Francia y a la Europa entera; dejemos,
digo, a los gobiernos de la Europa que vociferen
y declamen contra un acontecimiento que pone sus
tronos a merced de la democracia y que da el ultimo
golpe al derecho divino de las castas, a ese resto
de las instituciones teocráticas; dejemos
que, en la rabia de su impotencia y en la impotencia
de su rabia, se desaten en improperios y calumnias
contra una nación que, si ha sabido ser
superior en la guerra que le obligaron a sostener,
lo sabrá también ser en la paz que
ha sabido conquistar.
Conciudadanos: hemos recorrido a grandes pasos
toda la órbita de la emancipación
de México; hemos traído a la memoria
todas las luchas y dolorosas crisis por que ha
tenido que pasar, desde la que lo separó
de España, hasta la que lo emancipó
de la tutela extranjera que lo tenía avasallado.
Hemos visto que ni una sola de esas luchas, que
ni una sola de esas crisis, ha dejado de eliminar
alguno de los elementos deletéreos que
envenenaban la constitución social. Que
del conjunto de esas crisis, dolorosas pero necesarias,
ha resultado también, como por un programa
que se desarrolla, el conjunto de nuestra plena
emancipación y que es una aserción
tan malévola como irracional, la de aquellos
políticos de mala ley, que demasiado miopes
o demasiado perversos, no quieren ver en esas
guerras de progreso y de incesante evolución,
otra cosa que aberraciones criminales o delirios
inexplicables.
Hemos visto que dos generaciones enteras se han
sacrificado a esta obra de renovación y
a la preparación indispensable de los materiales
de reconstrucción .
Mas hoy esta labor está concluida, todos
los elementos de la reconstrucción social
están reunidos; todos los obstáculos
se encuentran allanados; todas las fuerzas morales,
intelectuales o políticas que deben concurrir
con su cooperación, han surgido ya.
La base misma de este grandioso edificio está
sentada. Tenemos esas leyes de Reforma que nos
han puesto en el camino de la civilización,
más adelante que ningún otro pueblo.
Tenemos una Constitución que ha sido el
faro luminoso al que, en medio de este tempestuoso
mar de la invasión, se han vuelto todas
las miradas y ha servido a la vez de consuelo
y de guía a todos los patriotas que luchaban
aislados y sin otro centro hacia el cual pudiesen
gravitar sus esfuerzos; una Constitución
que, abriendo la puerta a las innovaciones que
la experiencia llegue a demostrar necesarias,
hace inútil e imprudente, por no decir
criminal, toda tentativa de reforma constitucional
por la vía revolucionaria.
Hoy la paz y el orden, conservados por algún
tiempo, harán por sí solos todo
lo que resta.
Conciudadanos: que en lo de adelante sea nuestra
divisa libertad, orden y progreso; la libertad
como medio; el orden como base y el progreso como
fin; triple lema simbolizado en el triple colorido
de nuestro hermoso pabellón nacional, de
ese pabellón que en 1821 fue en manos de
Guerrero e Iturbide el emblema santo de nuestra
independencia; y que, empuñado por Zaragoza
el 5 de mayo de 1862, aseguró el porvenir
de América y del mundo, salvando las instituciones
republicanas.
Que en lo sucesivo una plena libertad de conciencia,
una absoluta libertad de exposición y de
discusión, dando espacio a todas las ideas
y campo a todas las inspiraciones, deje esparcir
la luz por todas partes y haga innecesaria e imposible
toda conmoción que no sea puramente espiritual,
toda revolución que no sea meramente intelectual.
Que el orden material, conservado a todo trance
por los gobernantes y respetado por los gobernados,
sea el garante cierto y el modo seguro de caminar
siempre por el sendero florido del progreso y
de la civilización.
Guanajuato, 16 de septiembre de 1867
http://es.wikisource.org/wiki/Oración_cívica
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